Hay artistas que descolocan. Hay artistas que hacen vibrar. Hay artistas que despiertan sentimientos desconocidos. Patrick Watson tiene el poder de provocar todas estas cosas, pero no se queda aquí. El cantante y pianista canadiense tiene el don de multiplicar infinitamente todas estas capacidades cuando actúa en directo. Apolo acogió el pasado jueves a este artista que, tras 7 años sin pisar nuestro país, volvió finalmente para presentar su último disco «Wave» y marcar la sala con un aura embriagadora que impregnó a los oyentes que pudieron disfrutar de una de las joyas de la música contemporánea.

Antes de empezar el esperadísimo concierto, una joven llamada Kyla Charter se hizo con el escenario acompañada únicamente de su delicada voz, una guitarra que parecía fusionarse con su cuerpo y una impresionante corona floral que se movía al ritmo de la música. Esta excelente cantante resultó ser la corista de Patrick Watson, un elemento clave durante todo el concierto que funcionó como un instrumento más, una pieza indispensable para conseguir esa atmósfera tan cálida y a la vez impactante que la banda logró infiltrar en la sala canción tras canción.

Una vez terminó la telonera, que hizo subir la temperatura de Apolo y preparó al público para lo que estaba a punto de suceder, empezó el ansiado espectáculo. Con la melena grisácea, su sonrisa sincera y la mirada melancólica, Patrick Watson se sentó en su banqueta, acarició el piano, saludó al público y empezó sin perder un segundo más con «Dreaming the dream», el tema que dio el disparo de salida a un concierto que mezcló por parte de los espectadores silencios absolutos mientras sonaban los temas y gritos de alocada excitación cada vez que estos finalizaban. En algunos instantes, mientras únicamente tocaba el piano, el público permanecía tan mudo que parecía poderse oír a Watson respirar entre nota y nota.
Además de la impecable voz del cantante, la perfecta sintonía de todos y cada uno de los instrumentos que lo acompañaban, la sutileza con la que acariciaba las teclas del piano y la capacidad de poner los pelos de punta con las profundas letras de las canciones, la escenografía fue un factor que no pasó desapercibido en ningún momento. Cuatro bombillas gigantes rodeadas de cristales giratorios custodiaban a la banda. La primera vez que estos cristales empezaron a dar vueltas y cambió radicalmente la iluminación de la sala el público quedó tan perplejo que dejó de cantar durante dos segundos y acto seguido estalló en un aullido de júbilo.

Patrick Watson recorrió a su fórmula clásica unas cuantas veces a lo largo del concierto, pero es que nunca falla. Con el foco central iluminándolo, un guitarrista a cada lado y Kyla Charter apareciendo junto a él para corearlo de vez en cuando, el artista cantó sus temas más delicados, los que contienen letras más sensibles, casi palpables, parecidos a un trabajo de orfebrería, mirando al público directamente a los ojos -cuando no los tenía cerrados dejándose llevar por la emoción-, pareciendo que quería tocar a sus oyentes. Y lo hizo. Con su voz. Directamente y en lo más profundo del alma.
