Todos fuimos pequeños. Algunos probamos aquello de pronunciar «Verónica» tres veces frente a un espejo. Para invocar qué. Pero la mañana de este concierto alguien me pregunta si en el caso de que volviera por aquí escribiría sobre su ausencia y durante esa misma mañana tres personas distintas invocaron a lo que iba y quería y necesitaba ver esa noche: Santero y Los Muchachos. Así que he vuelto.
Son las siete de una tarde fría de febrero en Poble Nou. Tengo dos cervezas delante, una mía, la otra de la persona que me preguntó aquello esa mañana. No, no es que al final me acompañe. No podré evitar su ausencia. Ella va a otro concierto cerca. Aparece una amiga suya, otra cerveza, una queja. A su amiga no le gusta Poble Nou. De los tres solo uno es (soy) de Barcelona.
Se acerca la hora del concierto y llega al mismo bar el que será mi acompañante. Te das cuenta de que un amigo es aquel del que hablas bien cuando no está, es aquel al que hasta los que están contigo cuando él no, sin conocerlo, tienen ganas de que llegue. Y llega, y se conocen, y se abrazan. Se caen bien.
Nueve de la noche en el interior de La Nau. Estamos en la barra esperando nuestras bebidas. Justo delante acaba de pedir sus cervezas Adrià Salas, la voz (y muchas otras cosas más) de La Pegatina. Nos saludamos. Hemos compartido varios festivales (varias cervezas) juntos.
Corro al baño y oigo que empieza. Salgo y lo confirmo. Mi amigo me espera, vamos al centro. Hay sitio. Me quito la chaqueta mientras escucho algo que confirma lo que siento ese día: «No queda nada por ganar. / Solo perder si no me esperas. / Habré vencido si me abrazas / al volver a casa». Hace un rato he oído hablar a alguien inteligente sobre arqueología sentimental. Eso mismo está pasando ahí. Me dejo escarbar. Ha empezado a sonar ‘Royal Cantina’.
Avanza el concierto, cae una segunda cerveza. Las canciones se animan, como la gente, como este grupo de hermanos que es Santero y Los Muchachos. Mucho cambio de instrumentos, saltos, gente grabando, haciendo fotos y cantando. Mi amigo me saca de la nube para decirme algo así como qué diferencias de edades hay ahí dentro. Hago un repaso con la vista y lo confirmo, y pienso en que pocas cosas en la vida (solo cosas grandes) consiguen agrupar en un mismo punto visual a grupos de gente tan heterogéneos: un concierto, un cine, un teatro. Lo que vale y cuenta. Se oye de repente un grito: «No hay canción si no hay herida». Toda la razón.
La banda se retira, no sin antes reivindicarse con dos cosas que apunto (diría que las apunto para aquí, para vosotros, pero realmente las apunto para mí): «No queremos convertirnos en tendencia, queremos convertirnos en clásico» y «Vivamos este puto momento de puta madre». Dicen que tienen que irse porque quieren probar y quemar la noche barcelonesa. La gente pide otra, el hombre de detrás grita «No n’hi ha prou!». Parece que vuelven, pero en realidad solo vemos a Miguel Ángel colocarse la guitarra. Antes de tocar ‘Octubre’ nos confiesa que ha tenido que salir él solo porque los demás querían acabar «sus tragos». La Nau se ha convertido esa noche en la mejor cantina de Barcelona.
Últimas canciones y termina el concierto. Y pienso en ese verso tan zaratustriano que han cantado en algún momento y que incluye un «saber resistir al desierto», y pienso también en qué puede ser ese «saber», en cómo rellenarlo, en con qué. Y salgo de allí teniéndolo claro: la música. Y otra cosa, pero eso me la guardo para mí.
