Jueves 1 de setiembre. 15. Abro maps y tecleo: La butibamba. Estamos a escasos metros. Aparcamos cerca. Estamos sudando aceite. Llevamos una semana de largos andares, arduas digestiones y jale(ito) por la costa andaluza. No podemos más. O eso creemos. La Butibamba. “La venta de siempre” reza el cartelón. Minutos antes había llamado, preocupado, preguntando a qué hora cerraba la cocina, a lo que se me despacho con un directísimo “aquí no cerramos”, no hay problema. Y así fue. Cañas de lomo en adobo y tragos largos. Pusimos a prueba nuestro estómago justo antes de la traca final de un viaje al que aún le faltaba el colofón. Salimos de la Butibamba sudando aceite con la sensación de haber sentenciado nuestro inicio de final de viaje. Porque lo mejor estaba por llegar. Hospedados en un golf de la Cala de Mijas, hogar de miles de ingleses, alemanes, holandeses y algún que otro español que ya no se espera al retiro para comprar su parcela privada o comunitaria, con piscina siempre, con el verde y el blanco -como los colores del Betis- que tan bien pegan entre ellos. Lo que iba a ser la última siesta termina en copeo rápido porque se viene la primera edición del Festival Internacional Cala Mijas y hay que espabilar.
Fotos de JM Grimaldi y Pablo Belice
Las ganas siempre pueden a la razón y la ilusión a las piernas. Y con el tiempo justo para el aseo y el refrigerio necesario, nos dirigimos al recinto del festival. Un festival nuevo, que a priori lo reunía todo para triunfar. Buen clima, buena fecha, ubicación playera y medianamente tranquila y un recinto que se escondía en un valle que albergaba todos los secretos de un éxito que se mascaba nada más pisar el monte de Cala Mijas. Una prominente subida -¡son vascos, Andoni!- que recordaba por momentos a la mítica cuesta de Kobetamendi (Last Tour, promotora de Cala Mijas, es la misma que monta el BBK, entre otros festivales) y un alivio que te recorría el cuerpo al pisar un falso llano de tierra y piedras que se esfumaba con la atronadorísima propuesta del escenario de la entrada. “La Caleta”, inspirada en el “Basoa” del BBK, es el primer espacio que te encuentras nada más entrar al festival. Un bosque frondoso y muy bien iluminado que anticipaba largas noches de desenfreno pero también de culto por la electrónica más exquisita que se conoce. Propuestas de alto linaje como el live de Ross From Friends o las sesiones de Overmono, Daphni o Pional -por nombrar algunos- elevaron las pulsaciones y los decibelios en un cóctel perfecto para lxs amantes del clubbing en un entorno mágico donde perderse era menester.

Ya en bajada nos mirábamos y sonreíamos porque, hostia, hay que decirlo. Cada vez es más caro mantener la alegría cuando se entra el primer día de -casi cualquier- festival de la Península, y más en su primera edición. Lo más normal es torcer la mueca y cabrearse o desanimarse con cualquier fallo logístico. Y sí, hay que reconocerle al festival haber dado con la tecla perfecta para primero confirmarse, luego reafirmarse y a partir de ahí crecer hasta donde quiera. Porque el cartel era muy alentador y atractivo, pero lo suficiente como para no tener el monte a rebosar de gente. Si cabían 50, pusieron (o vinieron 30) y eso ayudó inherentemente al festival. Fue un cable perfecto que le tiró la divina providencia para cerrar un debut soñado. María, una de las responsables de prensa del festival, que suele aguantar con una sonrisa las peticiones -a ratos impertinentes- de los medios acreditados, me sonrió por última vez el sábado a las -casi- tantas de la noche convencida de que lo habían logrado. Y así todo el equipo humano del festival, pero también el público, quien al fin y al cabo manda y decide, de manera soberana, si esto ha funcionado o no. En redes era un clamor a favor del certamen, pero en la tierra y en el poco pasto que había en el recinto-reciclado de los campos de fútbol del País Vasco- se respiraba una felicidad perenne. Solo se conjugaba con la alegría y no había tiempo para los malos rollos ni las malas caras. No había colas, ni empujones, ni sanitarios a rebosar de pipí ni de popó, ni excesiva arena en los ojos -pese al vendaval del viernes y el sábado. Se ve que embadurnaron la tierra con una cola especial para que no se levantase polvo; ni precios sumamente desorbitados – bueno, lo de los vasos quizá un pelín caros pero ya-. Un notable alto leía en algún story abandonado. Concuerdo.
Y sí, con traer a los Arctic Monkeys -en su única parada en España- ya hubiese sido suficiente -para muchxs- para coronar al festival, pero la experiencia superó a la carne y la chicha, por muy chicha y protagonista que fue, siempre fue respaldada por una maquinaria que no dejó de funcionar al milímetro en todo momento.

En lo artístico lo dicho, los monos con un Alex Turner maravilloso y que pese a lo sobrio de su escenografía, sonaron como nunca les recuerdo casi se llevan la palma, porque el oro es para The Chemical Brothers en uno de los directos más bestias e inmersivos que existen ahora mismo. Los ingleses -estandartes de la música electrónica a nivel mundial- y su faraónica producción escenográfica, pero sobre todo audiovisual y lumínica, fue otra liga. Un sonido atronador, unos empalmes macabros y unas luces y visuales que te atravesaban al ritmo de hits atemporales. Caribou y Bomba Estéreo fueron de lo mejorcito, brindando al público la dosis justa de culto y fiesta -cada unx a su manera- en su debido momento. Sorprendidos con el buen estado de forma de Liam Gallagher, algo aburridos con Kraftwerk -pese a ser un must si no les has visto- y abrumados por grandes directos como la imponente actuación de Alice Phoebe Lou, la majestuosa y serena puesta en escena de Nick Cave & The Bad Seeds, el bellísimo directo de James Blake, la fiesta hedonista de Hot Chip a altas horas de la madrugada o la macabra rave de Royksopp a unos decibelios fuera de lo común, fueron algunas de las píldoras de color que dieron el colofón a un festival que ha venido para quedarse.
Y justamente en el ecuador del festival coincidí con el final de la lectura de «Aquí Vivía Yo«, un libro de anécdotas del booker del FIB durante 25 años, Joan Vich Montaner, y pensaba, hostia, si esto puede ser el nuevo FIB si quiere, mezclando lo mejor del BBK -su gran festival- y tomando nota de festivales más austeros como el Vida con espacios mágicos, y con un cartel que recupera el terreno perdido de lo que fue en su día Benicàssim -y que ahora está muy lejos de ser-.